¿Reina y mujer?
Quienes hayan visto o estén siguiendo la serie en Netflix, reconocerán el diálogo que reproduzco a continuación. Integra el episodio referido a la actuación de Winston Churchill como primer ministro durante la niebla que cubrió Londres por varios días en 1952 y que causó miles de muertes por la toxicidad que arrastraba. La reina, Isabel II comparte con su abuela, la Reina Madre, su preocupación por no haber interpelado a tiempo y con mayor firmeza a Winston Churchill para que actuase previniendo oportunamente las consecuencias del fenómeno.
Reina Madre: ¿qué te pasa querida?
Elisabeth II: …no me parece bien no hacer nada como Jefa de Estado.
RM: Es exactamente lo que tienes que hacer.
Eli: ¿Lo es? Pero… no hacer nada no es ninguna clase de trabajo.
RM: No hacer nada es el trabajo más difícil de todos. Y consumirá toda tu energía hasta el último ápice. Ser imparcial no es natural, no es humano. La gente siempre querrá que sonrías o asientas o frunzas el ceño. Y apenas lo hagas, habrás expresado tu postura, tu opinión. Y eso es lo único que, como monarca, no tienes derecho a hacer. Cuanto menos hagas, digas, asientas o sonrías…
Eli: … o piense? o sienta? o respire? o exista?
RM: (interrumpiéndola y asintiendo) … mejor!!!
Eli: Eso está bien para la soberana… pero ¿dónde me deja a mí?
La mujer, que va a ser coronada como Isabel II, quería actuar; quería tomar partido. Pero no es eso, según el protocolo y la tradición, lo que hace una reina. No corresponde, no es conveniente.
La pregunta que cierra el diálogo, que queda sin respuesta, expresa su incomodidad y su deseo de ser Isabel. Sin embargo, en esa organización monárquico parlamentaria no parece haber otro lugar para el sujeto más que el de encarnar a La Soberana. Pero, la reina, tal como la dibuja el decir de la Reina Madre, debiera ser una figura sin voluntad. Las voluntades, los intereses, las decisiones, son de los otros; en este caso, de los órganos de gobierno.
El diálogo y la situación toda, refleja con insólita crudeza la dinámica y la tensión que existe entre el ser y el rol. Gestionar esta tensión es clave para aquellos que ocupan lugares de liderazgo. Si el ser es consciente de esta dinámica, es posible que imprima al rol un matiz singular, una marca por la que, quien ocupa dicho rol, sea reconocido y recordado. Hasta es posible que esta potencia del ser moldee y modifique las expectativas sobre el rol. Si, en cambio, es el rol el que se impone y somete al ser, su ejercicio resultará falso, inauténtico, una mascarada poco creíble que difícilmente genere la adhesión y convocatoria imprescindibles para un líder. Un rol vaciado de subjetividad se torna inconsistente, ineficaz, inoperante, nocivo.
Es precisamente esta dinámica entre el rol y el ser la que impone una pregunta imprescindible para todo aquel que aspire a ejercer algún tipo de liderazgo sin quedar alienado en el intento: ¿qué y cuanto de mí pongo en juego, hago valer, en este rol que me toca ocupar?
¿Cuántos líderes en sus organizaciones estarán hoy formulándose esta pregunta? ¿Se atrevería a formulársela? Lo invito.